Monday, January 11, 2010

Ricardo

Ricardo era un señor pequeño, bajito, delgado y muy limpio. Estaba acostumbrado a ducharse dos veces por día religiosamente, y los días de mucho calor podía hacerlo hasta un par de veces más. Paradójicamente, si sentía calor se sentía sucio, eso lo ponía muy nervioso y empezaba a sudar a mares. Además de que lo pasaba muy mal. Entonces tenía – necesariamente – que volver a casa, higienizarse, vestirse inmaculado nuevamente, y ahí si, podía volver a su vida normal.
En el ministerio estaban documentados de su condición, y por eso le habían designado un despacho privado con aire acondicionado, que solía ajustar a temperaturas polares, que él solía definir como “confortantes”. Ricardo no era particularmente brillante, pero sí meticuloso y disciplinado. Sin embargo, su exótica fobia le había dado fama de genio loco, lo que le valía el respeto de sus superiores y la envidia de sus colegas, que trabajaban en una sala inmensa con casi cuarenta escritorios todos apretujados. El ruido era insoportable. Teléfonos, impresoras, ventiladores, murmullos, conversaciones, risas, altercados. Ruido de gente. Y Ricardo solo, en su despacho frigorífico, en un silencio impoluto, claro, se desempeñaba mejor. Igual, la misma excentricidad y sus limitaciones sociales – era demasiado tímido – le impedirían ascender en su carrera, y era algún desprolijo de la jauría de casi cuarenta escritorios quien iba a llegar a jefe de sección y seguir toda la escala jerárquica hasta llegar a director de área. Alguno de ellos, o un amigo del ministro, claro. De cualquier modo, era Ricardo quien hacía los más complejos informes y previsiones que eran herramientas de trabajo del ministro, cabezas de gobierno y a veces eran utilizados en revistas económicas con hojas brillantes.

Ricardo jamás hablaba fuerte, ni siquiera en sus ataques de fobia. Hablaba muy poco, y cuando lo hacía, su tono de voz era preciso y estudiado: lo suficiente alto como para hacerse oír, ni un decibel más.

Las artes formaban parte de sus pasiones, principalmente en su expresión plástica. La música no: no le gustaba nada. Prefiería el silencio. Tal vez por eso nunca se fue de casa. En realidad no le gustaba estar solo, pero la gente no sabe estar en compañía sin tener que hablar. Ricardo pensaba que es porque la gente es insegura. En cambio su madre , no. Ella no podía hablar porque era sordomuda, pero de todos modos no tenía esa necesidad de comunicarse todo el tiempo que tienen el resto de los mortales. Era una mujer tranquila y con mucha vida interior, que se levantaba muy temprano todos los días para mantener la casa impecablemente limpia, la ropa planchada y almidonada. Y así y todo, silenciosa y trabajadora, bajo esa apariencia de viejecilla dulce y sumisa, había una mujer frustrada por sus limitaciones, enojada y dominante, dispuesta a adaptar su entorno a sus necesidades a cualquier precio. Por supuesto que Ricardo no sabía esto, aunque le tienía un respeto que rayaba con el miedo.

Sunday, January 10, 2010

Sasa

La enfermera miró a Sasa con desaprobación.

- ¿Dónde conseguiste un lápiz?

- Es un secreto – contestó, aunque un poco triste por tener que entregar su nuevo fetiche. No opuso ninguna resistencia: se levantó del sillón sin más y le tendió el mordisqueado lápiz con su pequeña mano. Su calmado rostro no expresaba ninguna hostilidad. La enfermera la miró a los ojos, miró el lápiz. Miró los terriblemente delgados brazos de Sasa. Tenía algunas marcas azules. Seguramente serían de cuando se puso histérica hace un par de días y hubo que “contenerla” hasta que se le pasara.


A veces Sasa no entendía los juegos que organizaban en la clínica para las internas, ponía jugadores imaginarios en su equipo, que tenían destrezas increíbles o una suerte sobrenatural. El personal no sabía si lo hacía de loca o de lista. Todos estaban seguros de que normal, normal no era. Tenía problemas de ansiedad y cuando le fue mal en el trabajo lo único que se le ocurrió decir es que su jefe había intentado propasarse con ella. Más tarde, reconocería que no era cierto, en una sesión de la que dependía que le dieran el alta. Admitir su culpa era parte del proceso de cura.


Culpa.


Vamos más atrás.


Es tarde y Sasa está en la oficina. Es el segundo día de agosto, por lo cual el balance de julio se tiene que terminar hoy para que el análisis de la información pueda conducir a una acción rápida y efectiva, y tener mejores resultados en el futuro. Así que Sasa ingresa los últimos documentos, corrige números, busca una el origen de una diferencia que no debería estar ahí. Lo bello de la contabilidad es que los números son perfectos. Las luces de la oficina están prendidas, aunque el resto de los escritorios esté vacío. No se escucha nada más que el tecleo rápido, el zumbido de los tubos de luz, la impresora de vez en cuando. Sasa piensa que está sola. En realidad no piensa en eso: está concentrada en su trabajo. Por eso da un salto cuando siente una mano que se apoya pesadamente en su hombro. Es su jefe.


- Sasa, cariño. ¿Me estabas esperando?

Saturday, January 9, 2010

Sala de espera

Se paró frente al ventanal, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en algún punto insignificante en el horizonte. Sabía que ella lo estaba mirando, y sabía que los hombres parecen melancólicos o importantes cuando miran serios la nada allá afuera. Tal vez consiguiera una buena impresión. Ella mordisqueaba un lápiz, como una adolescente cuando hace sus tareas escolares. Ella también sabía que él la miraba de reojo, de cuando en cuando, y esperaba que ese gesto le diera un aspecto más joven, más insegura, tal vez ansiosa. Imposible saber si eran conscientes del juego del otro, o del propio.


Él dio unos pasos dentro de la habitación. En cualquier momento se abriría una puerta y lo llamarían, y se terminaría su tiempo para fingir ser importante. Tal vez lo fuera, pero internamente era demasiado consciente de sus debilidades, de su humanidad – comer, digerir, defecar, dormir, despertar, sudar, sentir nervios, tener miedo – como para creerse que tiene el valor equiparable a un personaje de película, ya sea un agente de Wall Street o un soldado en una guerra americana que nunca se pelea en América. No. Se paró frente a una placa de platina y leyó una dedicatoria, de agradecimiento a la persona que estaba adentro, por la cual estaba esperando. Se sintió un poco reconfortado. Esperaba por la persona correcta. Miró de reojo una vez más. Ella lo miraba con admiración, mordisqueando su lápiz. Tenía ganas de empezar una conversación, pero no sabía cómo. Temía parecer estúpido. O delatarse estúpido. Se puso nervioso, respiró hondo y volvió al ventanal. A parecer nostálgico mientras pensaba – sabía – que no iba a tener el coraje ni siquiera de comentar el tiempo.


Ella se paró del sillón y miró por el ventanal, también. Era finales de otoño, y los árboles ya estaban desnudos, y su ropa de follaje poblaba las veredas que nadie se había ocupado de barrer. Seguramente harían un bonito arrullo cuando uno caminaba sobre ellas. Pero ella no iba a caminar por ahí. Hacía meses que no salía fuera. Al principio fue raro, después se acostumbró, aunque sabía que algo no estaba bien.


Se abrió la puerta. Se asomó un señor de bata blanca.

- Ricardo, buenas tardes, puede pasar. - Llamó, en voz baja. Se percató de la presencia de la chica. Ricardo entró a la sala y se acostó en el diván, aunque no le gustara. Eso de hablar a alguien sin poder verle a los ojos le parecía incorrecto. Le parecía estar desnudándose. Bueno, de eso se trataba, probablemente.

El hombre de bata se disculpó antes de usar el teléfono.

- Cecilia, una de las internas está en la sala de espera, ¿te puedes ocupar?- Bajó la cabeza, suspiró tratando de que no se notara, y fue hasta la sillón junto al diván. Acomodó los pies en un banquito, y cogió un cuadernillo de una mesita ratona que estaba entre el diván y el sillón. Lo hojeó un poco. Aclaró la voz.

- Ricardo, en la última sesión me comentabas lo difícil que te resultaba comunicarle a tu madre tu decisión de independizarte. ¿Has trabajado en eso?